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Por fin estoy de vuelta, y eso que esta semana tengo todavía menos tiempo que la anterior para escribir.
Dichosa incongruencia…
Pero mi cabeza no deja de darle vueltas a muchas ideas, sobre todo cuando me veo expuesto a tantas mentes brillantes como las de esta semana pasada en el congreso de la Sociedad Española de Psicología Clínica, donde fuimos invitados. Definitivamente, necesito escribir… 🤓
Y el tema de esta semana ya fue decidido:
Decides desde que te levantas
Si me pillas un sábado al atardecer, bien disperso entre mis pensamientos, te diré que decidir es una conducta ilusoria y que el libre albedrío probablemente no exista. Pero como no va de esto la newsletter, te diré que una de las mayores bendiciones —y maldiciones— que experimenta el ser humano como ser consciente es la de verse obligado a decidir.
¿Verse obligado a decidir? Sí.
Es uno de los efectos secundarios de la consciencia: darte cuenta de que tú eres quien vive las consecuencias de tus propias conductas.
Como diría Schopenhauer, el ser humano sufre por un exceso de consciencia.
Ahora bien, es precisamente ese exceso de consciencia y racionalidad lo que probablemente nos haya hecho evolucionar como especie.
Y es que no solo eres consciente de las posibles consecuencias de tus decisiones, sino también de lo alineadas (o no) que están con tus valores.
Porque así es: desde que te levantas, te ves expuesto a la fina evaluación de tu propia mente. ¿Qué es mejor? ¿Coger un libro o el móvil con el café? ¿Qué ropa me pongo hoy? ¿Debería llevarme una chaqueta? ¿Hará frío?
Y mientras piensas todo eso, la vida sigue avanzando. Tanto que podrías estar dejando de lado otras decisiones más importantes: ¿Cómo le doy los buenos días a mi pareja? ¿Debería dar un pasito más en la búsqueda de un nuevo empleo? ¿Cómo de acelerado quiero moverme esta mañana?
¿Siempre hay tiempo para rectificar?
La autocompasión es una habilidad que trato de enseñar a mis consultantes y en mis ponencias. Como has visto arriba, no es nada fácil hacerlo todo a la perfección.
Tenemos que estar abiertos al error (y al dolor asociado a él).
Si miras tu experiencia, te darás cuenta de que no hay tantas decisiones realmente trascendentales. De esas que te cambian la vida y son irreversibles. Generalmente, nuestro rumbo se va construyendo cada día, a medida que seguimos tomando decisiones.
Yo me matriculé en Psicología en 2009, y desde entonces he seguido decidiendo cada día que seguiría siendo psicólogo. Pero en 2008, mis decisiones apuntaban a ser ingeniero informático.
Podría decidir mañana dejar de ser psicólogo. Y aunque seguramente tendría que enfrentar un buen puñado de consecuencias negativas… objetivamente hablando, podría hacerlo.
De hecho, conozco a más de una persona que ha dejado de ejercer como psicoterapeuta después de muchos años de ejercicio.
Si tienes la disposición necesaria para aceptar todas las consecuencias negativas de cambiar de rumbo, hay pocos caminos realmente no rectificables.
Siempre puedes cambiar de profesión, divorciarte, vender tu casa o mudarte a otro sitio.
El problema es que no siempre estamos dispuestos a pagar el precio emocional, social o económico de rectificar. Y, en muchos casos, no lo estamos porque hacerlo implicaría atentar directamente contra nuestros valores.
Hay quien no se divorcia o no cambia de trabajo por no hacer pasar a sus hijos por determinadas consecuencias. Y creo que se entiende perfectamente.
Necesitamos escarbar un poco
Seguro que más de uno me diría: “Bueno, pero hay gente que dice que no cambia de trabajo por sus hijos, cuando en realidad lo hace por miedo”.
Y tal vez llevéis razón en algunos casos… pero no en todos.
Los motivos que llevan a cada cual a decidir son profundamente personales y, a veces, ni siquiera uno mismo sabe por qué hace lo que hace.
Te pongo un ejemplo “tonto”:
El otro día estaba tirado en el sofá practicando eso de “no hacer nada” pero mal. Y noté:
Primero, un impulso de coger el teléfono.
Segundo, las posibles alternativas que me encontraría al desbloquearlo (un WhatsApp, un Mail, alguna noticia en Twitter…).
No siempre soy tan consciente de lo que estoy haciendo. Pero ese día sí lo fui, y por eso acabé no cogiendo el teléfono. Lo curioso es que, normalmente, lo que nos ocurre a todos es que sentimos el impulso y, sin pensarlo, lo cogemos.
Quizá sea porque es una forma inmediata de huir del aburrimiento, o porque vivimos en una especie de espera constante, pendientes de que algo interesante aparezca en la pantalla. Sea como sea, ese comportamiento automático está ahí. Y lo cierto es que no siempre decidimos de forma proactiva si usar el teléfono o no.
Prestar atención, de forma consciente, a esos automatismos puede ayudarte a identificar para qué haces lo que haces. Y, tal vez así, puedas empezar a responder en lugar de reaccionar.
Con esta newsletter no busco que encuentres una respuesta definitiva, sino que empieces a conectar con lo que sientes cada vez que decides.
Pregúntate el para qué de lo que haces. Y aprende a identificar tu propio baile que se mueve entre la inercia… y el sentido.